"Era una niña, no necesitaba ser fuerte, necesitaba ser protegida"
Sobre niños emocionalmente huérfanos en mundos hechos para adultos
Desde que era niña, tenía la sensación de que mi voz era un eco perdido entre los estruendosos gritos de los adultos.
No diría que fui infeliz, ni que tuve la peor infancia… pero detesto recordar cómo ansiaba crecer, convertirme en adulta; solo para poder ser tomada en cuenta y hacer lo que quisiera sin tener que justificarlo.
Y claro, es parte del proceso de crecer: querer vivir las experiencias que vemos disfrutar a quienes van más adelantados en el camino.
Pero es difícil ser niño en una familia disfuncional. Y más allá de eso, es doloroso ser niño en un mundo adultocentrista.
El adultocentrismo no es solo una "palabra nueva" que las generaciones actuales han traído a la mesa para desacreditar la experiencia adulta. Es un término que refleja la indiferencia y la falta de empatía hacia la vivencia infantil y su impacto en el desarrollo emocional sano hacia la adultez.
No debería sorprendernos, entonces, ver adultos que hacen berrinches, que viven en la soledad, que no saben gestionar sus emociones ni comunicarse. Adultos atrapados en la incapacidad de resolver conflictos, de formar vínculos, o incluso de pedir ayuda.
Estudié psicología por una intensa necesidad de entender mis emociones, mis circunstancias, de descubrir por qué era como era. Y aunque obtuve muchas respuestas, también me llené de indignación.
Recuerdo que por esos días comencé a consumir mucho contenido sobre crianza respetuosa, y cuando lo escuché por primera vez… mi cabeza explotó.
CRIANZA… RESPETUOSA.
Pensar que los niños no sabían gestionar sus emociones y que debían ser contenidos por sus padres era, para mí, algo casi inimaginable. ¿Padres tranquilos frente a un berrinche? Me parecía una utopía, una fantasía inalcanzable.
Entonces descubrí que los niños entienden y reaccionan dependiendo de su etapa de desarrollo. Ahí fue cuando conocí a Piaget, Erikson, Bandura, Vygotsky y Melanie Klein. Cada uno, con sus teorías, aportaba una pieza del rompecabezas: una nueva forma de ver la infancia.
Jean Piaget me hizo comprender que los niños no “entienden mal” las cosas… están pensando desde su lógica cognitiva. Según él, hasta los 7 años, un niño no puede concebir el punto de vista de otro. Entonces, ¿por qué les exigimos “empatía” a gritos?
Erikson hablaba de que cada etapa de la vida tiene su propia “crisis” que necesita ser resuelta para seguir creciendo. En la infancia temprana, esa crisis es entre confianza y desconfianza. ¿Cómo puede un niño confiar si su figura cuidadora es fuente de miedo?
Bandura propuso que aprendemos por modelado, es decir, por lo que vemos. Si un niño ve gritos y violencia… ¿de verdad esperamos que se exprese con calma?
Vygotsky me enseñó que todo aprendizaje es social, que los niños se desarrollan a través del diálogo y la interacción. Sin acompañamiento, sin guía, no hay verdadero aprendizaje.
Y Melanie Klein, con su visión más profunda, me mostró cómo desde el inicio de la vida ya comenzamos a formar relaciones internas con nuestras figuras de apego, relaciones que pueden marcar para siempre nuestra forma de amar y ser amados.
Era fascinante. Lo que aprendía lo confirmaba: en mi infancia, en el comportamiento de mis primos, en los niños que observaba en la calle. Todo cobraba un nuevo sentido. Una nueva mirada.
Pero para mi fortuna, esa fascinación no venía sola. Pronto descubrí algo más intenso y corrosivo que el asombro: la furia.
Una furia ancestral, silenciosa, que venía desde esa niña que fui, ignorada ante sus preguntas, forzada a entender muy pronto que sus figuras paternas no sabían cómo ayudarla a procesar lo que sentía. Esa niña aprendió a reprimir, a guardar, a callar.
Y esa furia se transformó en indignación. Y finalmente, en tristeza.
Me pregunté: ¿cuántas veces solo fui una niña curiosa, sensible al mundo que me rodeaba, y se me tachó de "inquieta"? ¿Cuántas veces las etiquetas como "tonta", "fea", "floja" marcaron quién creí que era, en lugar de ser simples comentarios lanzados por alguien que no me conocía en lo absoluto?
¿Porqué me resulta ahora, a mis 24 años, tan difícil decir que no, pedir ayuda, creer que merezco ser escuchada?
Comencé a mirar alrededor. Veía madres gritar a sus hijos en el transporte público, padres jaloneándolos por no quedarse quietos, niños con los ojos apagados por el miedo o el dolor.
Fue entonces cuando decidí que quería especializarme en psicología infantil. Quería ayudar a que esos pequeños no se sintieran solos. Quería acompañarlos, que pudieran entenderse, dar sentido a su mundo interno y al que los rodea.
Quería que supieran que yo no era como todos los adultos a su alrededor, que yo entendía lo que era saberte solo y sentir que nadie quiere entender que pasa en ti.
Y es por ello, que cuando la gente dice: “no juzguemos las crianzas ajenas”, siento que esa frase es tan reduccionista, tan individualista, y diría que egoísta.
Porque si veo que a un niño lo golpean o le gritan, ¿debo quedarme callada? ¿Voltear la mirada?
Entiendo que hay decisiones personales —como elegir si educar en casa, dar alimentación complementaria o dormir con el bebé— que pertenecen al terreno de lo individual y que no deben convertirse en motivo de burla o juicio. Nadie debería sentirse mal por no criar como tú.
Pero hay límites que no dependen de estilos de crianza ni de opiniones: hay acuerdos universales basados en el respeto a los derechos humanos. Gritar, humillar, golpear, abandonar emocionalmente… no son prácticas discutibles, son violencias. Y denunciarlas no es atacar la maternidad/paternidad, es defender la dignidad de los niños.
Por eso, más que callar ante lo que duele, necesitamos volver a preguntarnos: ¿qué tanto estamos dispuestos a tolerar en nombre del respeto a “lo privado”? ¿Y hasta qué punto ese silencio protege a los adultos, pero desampara a la infancia?
Tal vez hemos olvidado que criar no siempre fue una tarea solitaria. Que antes de encerrarnos en casas, rutinas y miedos, existía la certeza de que educar a un niño no era responsabilidad exclusiva de una madre o un padre, sino de toda una comunidad.
La tribu entera ofrecía su sabiduría para cuidar a los recién nacidos. Esa compañía colectiva tejía un marco inmenso de contención, aprendizaje y amor compartido.
Hoy, en cambio, criamos desde el aislamiento y la desconexión.
Y si hoy criamos en aislamiento, entonces todos los niños quedan expuestos a una soledad estructural que no les pertenece. Porque los niños no son responsabilidad exclusiva de quienes los engendraron: son también nuestra responsabilidad como sociedad.
Los adultos que hoy dañan fueron niños que nadie quiso mirar con empatía. Y si nadie los sostuvo, si nadie los acompañó, ¿de verdad sorprende que algunos solo aprendieran a sobrevivir?
Hay una frase que me marcó cuando la leí, porque resume todo este dolor en una imagen cruda y precisa: “El niño que no fue abrazado por su tribu, cuando sea adulto quemara su aldea para poder sentir su calor”
Y ahí está la raíz: los padres también fueron hijos —una conclusión intuitiva—. Muchos llenos de heridas, arrastrando traumas no resueltos. Y es un ciclo eterno: adultos dolidos criando a otros que, a su vez, crecerán con heridas similares y las heredarán a su progenie, porque…
Los adultos heridos terminan hiriendo.
Recuerdo un momento en particular dónde esta hipótesis se confirmó:
Aún era estudiante de psicología. Vivía en un pequeño cuarto, una especie de vecindad donde compartía el espacio con otras cuatro personas. Usualmente no solía interactuar con los demás inquilinos. Ya fuera porque me la pasaba durmiendo, agotada de un largo día en la universidad, o porque simplemente me generaba algo de ansiedad hablar con las otras personas.
Hasta que un día llegó una mujer con dos pequeños. Se quedaba en el cuarto de enfrente.
Lo preocupante fue que, constantemente, escuchaba gritos… y llanto. Cuando salía a lavar los trastes —porque compartíamos patio, tendederos y lavabo— vi a un niño, de no más de tres años, cuidando a su hermanita, que apenas tendría año y medio.
Mi corazón se rompió.
No podía entender cómo una madre podía tratar así a sus hijos. Un día, al verla gritándole al niño más “grande”: «Cuida a tu hermana que se puede lastimar».
¿Un pequeño que apenas y me llegaba a las rodillas cuidando a una bebé?
Salí "casualmente" a lavar los trastes y aproveché para presentarme. Me puse a jugar un poco con ellos y sólo vi en sus caritas cuan confundidos estaban de que les hablara suave, que me pusiera en cuclillas para hablar a su nivel, de interesarme por la actividad que estaba haciendo. La mujer tardó un rato en darse cuenta que sus niños hablaban con una extraña, algo desconfiada se asomó y me vio. Se veía visiblemente cansada, y después de preguntar un poco que la traía a este lugar, me contó que había huido de su esposo violento y que no quería que los encontraran.
Un día me fui de visita a mi pueblo y, al regresar, su cuarto estaba vacío. Nunca supe qué pasó. Solo me quedó la duda de qué sería de esos niños, y también de ella. Porque incluso en su violencia, ella también era una víctima. Lo intentó. Huyó. Quiso otra vida para ellos, pero quizás las circunstancias la obligaron a regresar.
Sé que muchos padres hacen lo que pueden con lo que tienen. Y sí, es brutal cómo el trabajo, las rentas, los precios y la vida en general afectan la posibilidad de estar presentes para nuestros hijos. Pero… ¿eso justifica la violencia? No lo creo.
Una cosa es no poder pasar tiempo con tu hijo. Otra, muy distinta, es maltratarlo porque estás tan cansado y tu niño no se calla.
Quizá antes no teníamos acceso a la información. Pero hoy, con la tecnología al alcance de la mano, el conocimiento es asequible. Entonces, ¿qué excusa nueva vamos a poner para darles lo que realmente merecen?
No podemos seguir repitiendo el ciclo de violencia y desconexión simplemente porque así nos criaron. No basta con justificar el maltrato bajo la bandera del cansancio o la ignorancia. Si bien es cierto que muchos padres cargan con dolores no sanados, también es cierto que cada generación tiene la oportunidad —y la responsabilidad— de hacerlo diferente.
No se trata de ver a los niños como frágiles «cristalitos» que no deben tocarse, sino de entender que son personas en formación. Personas inteligentes, que razonan, sienten y perciben el mundo desde su etapa de desarrollo. Y ese desarrollo necesita acompañamiento, no imposición; empatía, no castigo.
María Montessori lo dijo con claridad: “La primera tarea de la educación es agitar la vida, pero dejarla libre para que se desarrolle.”
No todos los niños tienen las mismas condiciones. Y cuando hablamos de infancias, no hablamos de hacer la vida más fácil porque sí, sino de aliviar un poco el peso de generaciones anteriores.
Muchos de los niños que hoy son criticados por “flojos” o “débiles” están simplemente recibiendo, al fin, un poco del cuidado que sus abuelos o padres no tuvieron. Y eso debería ser motivo de alegría, no de enojo.
Es fácil olvidar que, muchas veces, lo que llamamos “comodidad” en realidad es lo mínimo necesario para un desarrollo sano.
Los niños merecen crecer con dignidad. Merecen ser escuchados, reír, explorar, aprender, equivocarse sin miedo, formar vínculos seguros. Merecen amor, protección, juego, comida nutritiva, educación, y sobre todo, merecen respeto.
Aunque no quieras tener hijos, las infancias merecen cuidado. Porque si un niño no sabe cómo regularse, el adulto tiene la responsabilidad —y el poder— de contener, no de dañar. De guiar, no de imponer.
El tema de los límites es complejo. Hay quienes hoy temen ponerlos, creyendo que criar sin violencia es lo mismo que criar con negligencia. Pero no es así. Se trata de encontrar un balance: firmeza con amor, estructura con empatía.
No se trata de no ejercer autoridad, sino de ejercerla con humanidad. (Claro que este será tema para otro Post)
La ternura también educa. El respeto también guía. Y la firmeza, cuando nace del amor, no humilla, sino que construye.
Apostar por una crianza consciente no es fácil. Implica romper con lo aprendido, revisar nuestras heridas y sanar mientras cuidamos. Pero vale la pena. Porque no hay revolución más urgente ni más transformadora que criar con amor, con presencia, y con la valentía de hacerlo diferente.
Ellos lo merecen. Y tú también.
El futuro de una sociedad se construye en la infancia. No podemos seguir permitiendo que los niños crezcan con cicatrices invisibles, pues son ellos quienes, al llegar a adultos, construirán el mundo que heredamos.
El cambio empieza por mirar con amor y respeto a quienes, con su vulnerabilidad, nos muestran la urgencia de sanar.
Mucha razón. Desde mi experiencia: siendo una niña en un hogar que la hacía sentir invisible, y cuando la veían era para regañarla o criticarla. Me costo mucho entenderme y entender a los demás. Crei que mi familia era “normal” y yo era la rota. Pero no es asi, y ahora lo sé.
Soy mamá ahora y de verdad me esforcé en romper ese ciclo. Me rehusé en convertirme en eso.
Yo también decidí estudiar psicología, estoy en mi primer año!! Me ha encantado la manera en que te has expresado, me parece un texto precioso que todo el mundo debería leer. Es esa clase de contenido tan bien estructurado que te deja unos minutos reflexionado sobre lo que acabas de leer, y a más de uno le haría falta.